Novela colectiva

Hércules Poirot
(seudónimo)
Lunes de un mes cualquiera del 2020

Medio departamento de policía había caído enfermo con la pandemia que azotaba al país y eran pocos los funcionarios que asistían para cumplir con sus obligaciones. Las excusas sobraban, pero El inspector Armando Guillén sabía que ninguna de ellas era cierta, la verdadera razón era el miedo, una palabra que ya se había generalizado en todas las barriadas y urbanizaciones tanto de la capital como de las localidades apartadas. Los muertos se contaban por miles, pero el gobierno bajaba las cifras en cada una de sus declaraciones a la prensa, lo que daba la idea de que la enfermedad estaba controlada y eso generaba entonces más contagios. Así se movía el círculo vicioso que mantenía a médicos y enfermeros trabajando 24 horas al día. Para cualquier fanático de las teorías de la conspiración, la manera en que el gobierno manejaba la situación pandémica podría lucir como deliberada y aunque los muertos pertenecían a ambos bandos, pues la enfermedad no discriminaba entre opositores y leales al gobierno, los medios contribuían a exacerbar la locura colectiva. Era tanta la avalancha de información generada por las redes sociales que los ciudadanos no lograban distinguir entre las verdaderas y las falsas. Se encontraba de todo en aquel ciber espacio que abarcaba la vida hasta del más insignificante de los mortales: mentiras a medias; medio verdades de vez en cuando y mentiras descaradas a diario. La verdad, ni por asomo. Ante este caos informativo sin parangón alguno desde la invención de la imprenta, el inspector Armando Guillen había soltado una de sus frases agoreras: "el mundo se nos va a la mierda". A su lado Andrés Lozano soltó una carcajada. Eran incontables los muertos que desde hacía más de veinte años habían pasado por aquellas mesas frías de acero inoxidable con manguera de 2m de largo y spray para lavar el cadáver al final del proceso y con "un rendimiento a la moda, diseño humanizado y uniones de soldadura suaves y perfectas", como decía la publicidad, las cuales, por supuesto, tenían que ser cambiadas cada año acorde al presupuesto y a los daños irreversibles que sufrían por tanto uso. Andrés Lozano era buen candidato para partir a la otra vida, algo de lo que siempre presumía en sus investigaciones desde que escogió la especialidad de patología forense. Insistía en que había vida después de la vida y que la muerte no era más que un paso hacia la trascendencia. Un peaje, una alcabala como siglos atrás lo había concebido René Descartes. "Los órganos mueren, el aparato biológico cumple su tiempo mortal pero el alma es eterna". En lo concerniente a virus y bacterias el forense era una eminencia. En cada fallecido llegado a la morgue, descubría al enemigo oculto, el normal casi siempre era una bala, una puñalada o una golpiza despiadada. La pandemia por la cual atravesaba el mundo le hizo recordar a Guillén la clase magistral de su compadre en el caso que les había tocado sobre un cadáver vacío años atrás: En aquella escena del crimen, ambos revisaban acuciosamente el salón sin encontrarle ni pies ni cabeza a ese crimen monstruoso, palabra que el inspector había utilizado al no encontrar otra más apropiada. Lozano quien había examinado miles de cadáveres en toda su honorable carrera, tampoco concebía algo parecido. A simple vista y antes de llamar a su equipo de medicina legal, notó que a aquel cuerpo le habían vaciado todos los órganos, no era más que un cascarón de piel y pocos huesos, porque hasta el cerebro de la víctima le había sido extraído con una perfección tal, que ni él mismo forense hubiese podido lograr en su sala de autopsias. Como el cadáver había permanecido varios días sin que ninguno de los vecinos se percatara hasta que la fetidez tomó toda la residencia, Lozano temía una posible endemia en la zona, pues no se conocía la causa de la muerte de aquella "cosa" o silueta pegada a una alfombra bermellón confundida con la sangre, donde las larvas gigantescas hacían de las suyas. Fue en esa ocasión precisamente cuando su compadre le explicó la diferencia entre virus y bacteria, ambas mortíferas, ambas enemigas ocultas, ambas traicioneras, pero ambas también capaces de ser combatidas cuando le encuentras su talón de Aquiles.

Lozano no desligaba su condición como científico de sus creencias profundamente cristianas, aunque odiaba las otras dos religiones monoteístas que reinaban en el mundo de hoy: la musulmana y la judaica, (la evangélica lo tenía sin cuidado). Ni el Corán ni la Tora podían compararse a la Biblia. A su edad, a pesar de ser un hombre de una gran fortaleza con una salud a toda prueba, si el virus lo alcanzaba por sorpresa, Guillén no podría despedirlo en el viaje a su última morada como ocurría con todos los dolientes que habían perdido a un familiar durante esta terrible etapa de cuarentenas interminables. Tendría que esperar la llegada de su hora para que sus almas se encontraran "quien sabe en cuál de las nebulosas de ese mundo paralelo"; otra jugarreta de su otro yo, entrometido, que usurpaba su conciencia de vez en cuando con sus sarcasmos cada vez que el inspector rememoraba esta y otras creencias del padrino de su hijo menor. En su caso había visto tantos muertos, había capturado a tantos asesinos que no se imaginaba a estas almas, víctimas y victimarios, compartiendo tragos en el más allá, como si nada hubiese ocurrido en el más acá y las deudas contraídas por los asesinos quedarán sin ser canceladas, puesto que la culpa no recaía en el alma, sino en los órganos putrefactos gobernados por un cerebro enfermo que nada tenía que ver con la pureza del alma. "Vete a la mierda tu también Lozano, que alma ni que órganos ni que ocho cuartos"

Con esta especie de toque de queda, todos los locales habían bajado la santa maría y en su despacho, Guillén, ahora solitario, sumido en sus pensamientos, negándose a aceptar la llamada "nueva normalidad", intentaba alcanzar ese estado zen del que carecía y el cual suponía una mente en blanco o en estado de reposo absoluto, nada más lejos en su caso. Esa supuesta liviandad del ser en él no existía. Lo hubiese deseado alguna vez, pero su otro yo, jamás lo dejaría en paz, por lo tanto, esos pensamientos que lo atormentaban tenían que ver con una búsqueda constante de alternativas ante cada nuevo paradigma, ante cada nuevo reto, ante cada obstáculo que interrumpía los planes de su vida. De modo que hizo a un lado la práctica zen y regresó a su estado permanente de tensión con el cual lidiaba a diario. En medio del sopor ni siquiera se había tomado la molestia de leer las etiquetas de los dos nuevos expedientes llegado a primeras horas de la mañana. Los había dejado al descuido desde que el chico nuevo, recién asignado a su dirección, se lo colocó sobre su escritorio. Estaba absorto en otras preocupaciones, no le dijo nada a Lozano, pensando en que ya le había llegado la hora de retirarse del servicio activo, pero ¿de qué le serviría una jubilación en este nuevo curso que tomaba la humanidad?, se preguntaba ensimismado sin obtener una respuesta que lo confortara. El mundo se había convertido en una inmensa prisión. Como policía era un afortunado, pues lo único que le permitía rondar por una ciudad fantasma a sus anchas era su placa de inspector. Cuando se encontraba con funcionarios que desconocían su reputación, muy pocos, por cierto, porque su fama lo precedía, mostraba con orgullo un carnet antiguo, el primero que recibió apenas entro al servicio con una foto en blanco y negro que conservaba entre sus pertenencias. Si el oficial se burlaba al verlo tan joven y con una frondosa cabellera, extraía la placa de inspector que mantenía emplazada al cinturón sustituyendo la funda de la pistola que jamás utilizaba. La situación mundial había acabado con sus planes. Siempre pensó que al dejar el servicio podría viajar junto a su mujer, para eso eran los ahorros. En eso estaba hasta que despertó de su letargo y se fue directo al expediente que permanecía sobre el escritorio tan estático y rígido como acostumbraban a estar los cadáveres de Lozano sobre las planchas de acero inoxidable, a la espera de ser diseccionados. El legajo parecía pedirle auxilio a gritos para que lo indagara. A un lado dejó el resto de los papeles que, también, esperaban por una ojeada y unas firmas de aprobación. Tomó la carpeta y al abrirla...

Sam Spade
El expediente.
Bogotá exilado. Caraqueño de nacimiento

"Angela Rafaela Cansino, desaparecida sin dejar rastro": ¿será que alguien puede desaparecer dejando rastros?, se preguntó su otro yo, un duplicado que le hablaba desde lo más recóndito de su conciencia con quien solía discutir cada tema sin lograr nunca ponerse de acuerdo. La discusión en la mayoría de los casos era consigo mismo, aunque, en otros momentos se exteriorizaba y a gritos, y muchos de sus colegas lo creían un poco excéntrico (por no decir que estaba loco de remate) El nombre con la seña estaba escrito en la etiqueta del expediente. Lo observó durante varios minutos, respiro profundo y se acomodó en el sillón antes de tomarlo entre sus manos. "A ver a ver", una jugarreta de su entrometido de nuevo, se adelantaba sin pedir permiso y eso le importunaba siempre. Abrió la carpeta y contó diez páginas, la primera no le decía nada, solo la identificación de la desaparecida, edad, lugar, dirección de habitación, etc. La segunda página reseñaba las preguntas del fiscal a la testigo, la tercera continuaba con una gramática espantosa el relato y así hasta la octava. Finalmente, la nueve y la diez, le llamaron la atención.

A media lectura de la página octava fue cuando se percató de quien era Ángela Rafaela Cansino. No había reparado en la periodista pues solía firmar sus investigaciones con el segundo nombre por el que todo el mundo la conocía y por supuesto, jamás usaba el Cancino, sino el apellido de la madre: Rafaela C. Rodríguez, lo que daba a entender que la segunda letra correspondía a un segundo nombre. Por omisión o simplemente porque al redactor no le dio la gana de colocar los dos apellidos de la desaparecida al inicio, Guillén, no cayó en cuenta de quien se trataba. No culminaba de leer las otras dos páginas cuando el celular ronroneaba pues lo mantenía en estado silencioso mientras encontraba algún sonido que le agradara a su mujer. Al ver el nombre deslizo con el índice el círculo verde de la pantalla.

-¿Supongo que ya estás enterado?

Era su viejo amigo, Marcos Marín, quien desde hacía años cubría la fuente de sucesos para un periódico de circulación nacional. Guillén que era fanático de las novelas de aventuras sostenía para sí que Lozano, él y Marín eran una especie de Porthos, Athos y Aramís. No les hacía falta un Dartañán, y alguna vez en sus vidas bohemias, aparecería un Dumás que escribiera sus historias. No precisamente un Marcos Marín quien como escritor terminó siendo un fracasado en el intento. Escribió seis novelas en cinco años que estuvo alejado del periodismo y solo seis ejemplares se vendieron: Guillén compró tres y Lozano le secundó con las otras tres para obsequiarlas como regalo navideño. Así eran de solidarios y nunca, jamás le confesaron a Marín que esas seis novelas vendidas de las que presumía y convertía en docenas, habían sido adquiridas por ellos en la única librería de la ciudad que los mantenía en un aparador entre libros de autoayuda que a ningún cliente le llamaban la atención. Al tiempo la editorial le envío seis cajas forradas de libros que no se vendieron y que Marcos regalo a los habituales clientes de los bares que a menudo visitaban. En una de esas salidas magistrales de los tres, Lozano, se atrevió a comentar que por algo la editorial se llamaba 666.Barra.editores. Ya el número presagiaba desgracia.

-Apenas me entero del caso, me acabas de pescar con el expediente entre las manos -respondió ansioso esperando que su amigo tuviera alguna pista reciente que lo orientara aun sin saber hacia dónde.

-Tenemos que hablar y tendrás que venirte al apartamento, pues nuestros bares de siempre están cerrados por culpa de esta maldita cuarentena. Aquí tengo dos botellas de whisky y unas cuantas cervezas que logré comprar clandestinamente. Rosalba puede cocinar algo y nos ponemos al día, dile a Lozano.

-Me llevo unas de vino argentino que me regalaron en estos días. Son las 2.30, ¿qué tal a las 4 pm? Eso le dará tiempo a Lozano a deshacerse de alguno de sus pacientes descuartizados que terminan en el congelador.

A Marín la hora le pareció perfecta porque podrían estar cenando al caer la noche como desde un tiempo a esta parte lo estaban haciendo él y su mujer. Antes de la emergencia pandémica eso no era posible pues a Marcos le tocaba siempre el cierre del periódico en su época en que se podía imprimir y escuchar el sonido de la rotativa escupiendo ejemplares. Igual con el cambio a las redes sociales, le tocaba un horario nada envidiable y el portal tenía su centro de operaciones en una pequeña oficina en pleno centro de la ciudad. La época del matutino impreso y el olor a tinta había quedado atrás, el matutino había sido expropiado por el gobierno al ganar un juicio millonario contra su propietario quien al igual que muchos otros dueños de medios tuvo que huir del país, dejando aquellas instalaciones al abandono. Apelar aquella decisión habría sido una pérdida de tiempo ya que no existía la típica división de poderes establecidas en las democracias, y el Tribunal Supremo era el Estado mismo, el gobierno mismo y el partido mismo.

Ángela Rafaela Cancino era una joven periodista defensora de los derechos humanos. Se había hecho un nombre a fuerza de constancia en los medios audiovisuales, tanto en televisión como en su programa de radio y además elaboraba unos reportajes que ponían al gobierno en el filo de la navaja, denuncias sobre corrupción, narcotráfico, trata de blancas y otras nimiedades como asesinatos a conveniencia, torturas a opositores y desapariciones forzadas. Una vez que la despidieron del canal donde laboraba desde que se licenció y donde hizo una carrera vertiginosa gracias a su agudeza y arrojo, como pocos en su profesión, fue contratada por una cadena norteamericana de noticias. Cubría prácticamente todas las fuentes y el cuartel de trabajo era la sede del club de periodistas extranjeros, sin embargo, nunca dejó de usar su canal de youtube para transmitir sus investigaciones, así como su blog de internet al cual llegaban denuncias desde todos los rincones del país.

La noticia de su desaparición la había hecho su madre, Teresa Rodríguez de Cancino a las 48 horas sin saber de su hija, ya cansada de llamarla tanto a su teléfono fijo como al celular. En vista de que nunca recibió respuesta decidió irse hasta el apartamento donde ella vivía desde que a los 28 años se había independizado de sus progenitores. El padre recién había muerto. Se contó entre las primeras víctimas que se llevó el virus por padecer de cardiopatía crónica. Nunca se supo en donde se contagió, pero las pruebas hechas a la esposa habían dado negativo, quizás porque desde hacía años, a pesar de vivir en la misma casa habitaban como fantasmas sin tropezarse uno con el otro. Prácticamente no coincidían ni en las horas de comidas y cada uno hacía su vida independiente y gozaba de su propia habitación. La de él en el piso superior de la quinta "Las delicias". La de ella en la planta baja. Ambas residencias, la de la hija y la de los padres, estaban alejadas apenas por un par de cuadras. Ángela había alquilado un apartamento tipo estudio porque no soportaba ser la intermediaria en sus conflictos de pareja. Ellos habían llegado a San Bernardino en la época en que la urbanización estaba poblada por judíos y aunque el Cancino sonaba a italiano fascista, en realidad el padre de Ángela era argentino. Ella había nacido en la maternidad a cinco cuadras de la casa de sus padres. Toda su historia estaba en esa urbanización. Había disfrutado su adolescencia en los colegios de la zona y luego algo crecida, los lugares de esparcimiento juvenil que aparecían por doquier: Heladerías, restaurantes, centros comerciales, clínicas y, de frente, como un bello monstruo colosal, el cerro del Ávila majestuoso para disfrutar de una caminata en ascenso y de una vista de la ciudad en descenso; unos dones que le daban a la urbanización un brillo especial. El final del año era un acontecimiento siempre recordado por ella, pues lo pasaban en la fiesta del Hotel Ávila en donde había que reservar habitación a mitad de año y en donde llegaban los mejores cantantes de América Latina, incluso recordaba que en sus instalaciones había estado Frank Sinatra, Celia Cruz, La Sonora Matancera... Y ni hablar de los días de carnavales. Aunque la casa se encontraba apenas a unas pocas cuadras, sus padres alquilaban una habitación doble los fines de semana festivos, y Ángela disfrutaba de la piscina junto a otros chicos extranjeros que se hospedaban en el hotel, adolescente disfrutó de las canchas de tenis, de sus jardines mientras sus padres lo pasaban a mas no poder degustando el menú de muchos cocineros de fama internacional que el hotel importaba desde distintos lugares del mundo. Eran otros tiempos aquellos de los años noventa, pero mejor fueron los ochenta, según escuchaba la versión de sus padres, unos jóvenes de apenas veinte años. Él, recién llegado al país ante la crisis política argentina, y ella, su madre, una adolescente bella y encantadora, hija de un empresario connotado que incluso llegó a ocupar varios cargos en los distintos gobiernos hasta mediados de los años ochenta.

Por: Juanita Morei
El tatuaje.

La segunda carpeta que permanecía aislada sobre su escritorio la abrió con desgano, pero luego de pasar páginas de textos y fotografías de cada uno de los elementos encontrados en la escena del crimen se topó con una imagen que le llamó la atención. Tomó la fotografía impresa, la manoseo y comenzó a escrutarla. Luego la buscó en la base de imágenes enviada desde la morgue que reposaban en su archivo. Al encontrarla aumentó la imagen en el monitor, mientras se preguntaba el por qué, en ninguno de los informes se reparó en lo que para él era una pieza importante en el caso que se le había asignado mucho antes de conocer sobre la desaparición de la Cancino. Ni siquiera Andrés Lozano, su amigo y compañero de andanzas y el mejor patólogo con quien habían contado en la medicatura forense lo había notado. ¿Cómo lo pasó por alto? ¿en qué estaría pensando? él que es tan minucioso y detallista y no hay cuerpo que se coloque sobre esa plancha de metal fría al que no desguace hasta descubrir lo más ínfimo que sirva como prueba de un homicidio. ¿por qué no se fijó en el tatuaje muy extraño en aquel hombro derecho. Era un grabado raro, ninguna figura conocida, y, más bien aquellos puntos lucían como una tortura con agujas y no como un intento innovador de estética. Qué significaban ese camino de punticos con dirección desconocida que pudieron pasar como pecas diminutas o lunares en una piel que debió ser de un rosado blanquecino y ahora deslucida en una palidez mortuoria. ¿Inyecciones, ¿quizás?

El uso de tatuajes era un tema prohibido que no se podía discutir con él patólogo, desde que una novia pasajera de nombre Desiré, lo abandonó por negarse a estampar su nombre: Desiré en su antebrazo derecho para demostrarle lo mucho que la amaba. Una exigencia poco usual que el forense rechazó sin pensarlo mucho. Si bien Lozano había obviado aquel detalle "minúsculo", para Guillén esos "punticos" eran digno de atención, porque bien podía ser una marca obligada de pertenencia a alguien, o una contraseña que la hacía formar parte de una banda, o quizás no era más que un emblema religioso de una de las tantas sectas que abundaban desde unos años a estos días que pescaban incautos en momentos de hambre, indolencia y desesperanza; el caso es que alguien había asesinado a esta chica recientemente y ahora le llamaba la atención el hecho que tanto la Cancino como la chica del tatuaje tenían la misma edad y ambas según los expedientes habían desaparecido casi en la misma fecha.


¿Lugar donde vivía la Cancino?

Bertha Manriquez (Venezuela)

La zona de San Bernardino, hasta mediados de los años noventa se mantuvo como una isla en lo referente a decoro y urbanismo. Casi llegó a convertirse en un campo universitario de especialidades médicas. A diferencia de otros lugares de la ciudad cuyos barrios pobres se diseminaron de forma anárquica, el que se creó en San Bernardino lo llamaron "la quebrada Anauco" y terminó siendo un barrio modelo para todo el país demostrando que ser pobre no era sinónimo de vivir en pobreza. Terminado el siglo las cosas fueron cambiando y el barrio modelo pasó a menos convirtiéndose en un antro del mal vivir en donde proliferaron las bandas criminales. El monumento erigido que demostraba a San Bernardino como zona roja se llamó la Torre de David.... Una edificación gigantesca que se vislumbraba como ícono de modernidad al lado del Parque Central y que termino convertida en la favela vertical más espeluznante de toda américa latina. De hecho, en ella se grabaría una serie policiaca exhibida por HBO titulada......

Desde la época colonial y hasta los años 1920 aquella superficie era el asiento de varias haciendas cafetaleras, el oro negro antes del petróleo que conformaba la economía venezolana. La sombra y el frescor que le procuraba el cerro del Ávila eran propicios para que las plantas de café florearan durante todo el año. Para la fecha en Venezuela gobernaba con pie de plomo el general Juan Vicente Gómez. Cinco años luego de su fallecimiento, se emprende la construcción de las edificaciones de tamaño bajo con amplias calles arborizadas: la llamada "Urbanización San Bernardino" actualmente sigue siendo uno de los sectores caraqueños con más número de árboles en las avenidas. Un rastro, una huella que permaneció a través del tiempo, únicos testigos del cambio. San Bernardino fue una urbanización creada por judíos, cuando comenzó a crecer de manera desbordada y caótica, y a llenarse de neo-ricos durante el primer gobierno de Carlos André Pérez, muchos de ellos cambiaron de domicilio hacia el este de la ciudad, siempre cercanos al cerro del Ávila se constituyeron en la urbanización Los Chorros. Fueron pocos los autóctonos que continuaron en la vieja barriada, aunque los negocios como las clínicas especializadas en áreas diversas de la salud permanecieron como emblema de sus grandes inversiones.

La Parroquia disponía de varios espacios públicos que con el paso de los años quedaron al abandono, la Plaza José Enrique Rodó, la Plaza El Samán, los Paseos Fermín Toro, Marqués del Toro y Eloy Alfaro para la fecha eran dormitorios de indigentes y especialmente el famoso Museo Quinta Anauco. En sus primeros años, los primeros cambios que sufrió el proyecto se fueron producto de la llegada de un grupo de inmigrantes europeos, familias que vinieron después de la Segunda Guerra Mundial formadas por italianos y españoles mayoritariamente, pero también un grupo de judíos ashkenazies provenientes de Alemania, Austria y Polonia entre otros países. Estos inmigrantes estimularon la demanda de la vivienda multifamiliar lo cual llevó a la construcción de algunos edificios (de poca altura: 3 a 6 pisos, con amplias zonas comunes y la planta baja ocupada por comercios), principalmente en las zonas más cercanas a la avenida Vollmer. El 13 de octubre de 1994 se convierte en, segregada de las parroquias Candelaria y San José que se mantuvieron unidas hasta esa fecha.

Nada de eso estaba en el expediente. Guillén solo había leído que la periodista vivía en San Bernardino, lo demás lo imagino su otro yo, y por qué razón no podía ser verdad todo aquello, le preguntó a su otro yo, que por supuesto no se dignó en responderle. El caso es que la chica de 35 años, había desaparecido misteriosamente. La frase la encontró Guillen en la página novena y entonces decidió regresar a los primeros folios que ya había repasado sin mucho interés. Ojeando llegó a la página cinco y en ella encontró la declaración de la madre en donde afirmaba haber recorrido todos los hospitales y hasta la morgue de la ciudad; incluso los "leprosorios" de ciudadanos con síntomas del virus o bien los asintomáticos y en ninguna de las listas expuestas en las carteleras se encontraba su nombre. En ninguna de esas instituciones le habían dado señas de su hija. Se detuvo en ese aparte y subrayo ese párrafo de la declaración. Luego le hizo un doblete a la hoja en la parte superior derecha. Tomó el celular y marco el número de Lozano.

-Hola compadre, tenemos una cena en casa de Marcos, ¿estarás listo como a las 4 pm? Me manifestó, expresamente, que te invitara y que tenía un par de botellas de whisky que había comprado clandestinamente y están disponibles para el encuentro.

-Acabo de destazar al último -respondió el galeno- me desinfecto y paso por ti para que no te acerques con ese carro policial por esa zona.

-Perfecto, había pensado lo mismo, por eso te llamé ya que ni taxistas hay en la ciudad.

-Dame una hora y te aguardo a las puertas de la Central.

Marín vivía en el barrio español de La Candelaria, un nombre con el que se llamaban muchos otros barrios de ciudades tanto en el continente como en Europa. En Bogotá es una barriada estudiantil llena de tascas, museos y residencias universitarias. Conocía de la existencia de otras Candelarias y le habría encantado estar en ellas para comparar, pero la Candelaria de Caracas había cambiado con los años. Aquel barrio español lleno de tascas, mercados al aire libre, teatros, cines, librerías, salas de conciertos museos y espacios para el disfrute peatonal era ahora "una pocilga", en opinión del patólogo quien no perdía una oportunidad para molestar al periodista en las ocasiones en que se juntaban para festejar algún acontecimiento, o simplemente para matar el tiempo cuando las cosas no marchaban bien.

-Llámalo y pregúntale si hay agua en la zona para no pasar trabajo y llevarme un balde desde la morgue, no vaya a ser que me entren unas ganas de cagar y les deje ese sanitario infectado -fue lo último que Guillén escucho de Lozano antes de colgar y soltar la carcajada.

Los tres eran uña y carne y mantenían ese juego terrible de criticarse duramente entre ellos. Era una pelea en algunos casos desigual dependiendo de quién de los tres tuviese los "pelos del burro en las manos". En esta oportunidad, por el timbre de voz que Guillén sintió con la llamada, Marcos tenía algo entre las suyas.

Si algo tenían los tres en común era su puntualidad. Apenas el reloj marcaba las 4pm, ya Lozano y Guillen pulsaban el intercomunicador desde la planta baja. De inmediato un chirrido surgía y la reja de metal respondía con su chasquido eléctrico. El pasillo hasta las puertas de elevador daba cuenta del descuido al cual la edificación estaba sometida. El olor no era nada gratificante a diferencia de las anteriores visitas cuando la residencia contaba con una conserjería que se encargaba de mantener todo en perfecto orden. En los tiempos de Guillén, la mayoría eran españoles, más tarde colombianos y después peruanos y bolivianos. Ahora en estos tiempos, todos habían partido a sus tierras luego de ver a sus hijos escalar socialmente, bien por haberse graduados en alguna universidad nacional o por iniciar un comercio que les deparó una mejor calidad de vida. Esa era, o esa fue, la Venezuela del pasado. El elevador paró en el piso 12 y la puerta del departamento de los Marín ya estaba abierta de par en par. A esas alturas lo nauseabundo de los pisos inferiores se mitigaba gracias a la leve brisa que golpeaba los ventanales.

-Llegamos -exclamó Guillen en voz alta al observar que el salón se encontraba vacío-

Desde el fondo, Marcos y Rosalba salían a recibirlos. Habían estado observando desde el balcón a un grupo de chicos jugando al futbol, sin mantener la debida distancia que se aconsejaba para evitar más contagios de los existentes en todo el país, pero, al parecer, nadie las tomaba en cuenta y así muchos terminaban encerrados por el contagio y otros continuaban llevando la vida como si la pandemia no existiera. Ni Rosalba ni Marcos temían contagiarse al saludar a sus invitados con el abrazo acostumbrado. Ninguno era asintomático. De eso estaban bien seguros. Y la misma seguridad la tenían Lozano y Guillén de sus anfitriones. De modo que no perdieron tiempo en destapar la primera botella de Etiqueta Negra. Brindaron por Rosalba, quien prefirió hacerlo con una copa de Chardonay apenas Guillén le entregó en sus manos el par de botellas que les había ofrecido. Tomaron asiento y Lozano soltó una de las suyas.

-Dime Rosalba, cómo hacen para tener agua a estas alturas.

-La recolectamos de la lluvia -respondió ella con el mismo sarcasmo del cual Lozano siempre hacía gala.

-Esa mujer tuya, siempre me agarra en la bajadita -aceptaba así el patólogo el gancho al hígado de Rosalba, quien soltó la carcajada agregando que se lo merecía por imbécil.

-Mira que Rosalba no es como Marcos que tolera todas tus sandeces -intervino Guillén en apoyo a la esposa del periodista.

-Es que Andrés no cambia, Armando.

-A esa edad lo dudo, pero mira que bien se llevan él y tu marido.

-Cómo que bien, si no hay ser más pesado que Andrés -opinó Marcos para terminar de catapultar al galeno.

-Bueno, bueno, está bien, muchachos, me rindo, tres contra uno ya es una cayapa.

-Haces bien -agrego Marcos antes de comenzar a servir la segunda tanda de tragos.

-Bueno a lo que vinimos -intervino Guillen invitando a Marcos a abrir el tema para el cual los había convocado a su bunker.

-Yo los dejo y me voy a la cocina, ya Marcos se encargó de picar todos los vegetales y dejar adobada la sorpresa. Él está seguro de que les va a encantar.

-Seguro que Marcos no pidió un delívery de uno de nuestros restaurantes favoritos para impresionarnos -de nuevo Lozano soltaba otra de sus impertinencias.

-Déjate de vainas Lozano que yo soy un buen cocinero -respondió Marcos- pero ya Rosalba sabe lo que tiene que hacer con la sorpresa y el horno ya debe estar más que precalentado.

El olor de las costillas de cerdo que fluía de la cocina era como el perfume que surge del encuentro sexual de dos seres cuando se está locamente enamorado. Esa irracionalidad de los sentidos. No en balde las mujeres griegas habían descubierto que el amor entraba por las fosas nasales y no por el corazón. Para ese momento habían transcurrido varias horas desde la llegada de los invitados porque Rosalba, a petición de Marcos, dejó esa parte del festín para última hora, pues las costillas doradas debían ser bañadas con una salsa especial elaborada por su marido. Un sincretismo gourmet chino-indú-caribeño, con un toque del barrio español, que dejaría a sus invitados boquiabiertos pues, en ningún restaurante del mudo podrían degustar algo parecido a lo que en minutos Rosalba iba a colocar sobre la mesa del comedor. Mientras todo eso ocurría en la cocina, en el salón, entre tragos, Marín daba cuenta de la desaparición de su colega: la periodista Ángela Rafaela Cancino.

La periodista había realizado varias investigaciones comprometedoras y por ello estaba en la mira de los servicio de inteligencia policial, organismo que funcionaba a discrecionalidad desde las altas esferas gubernamentales. Sus escritos y sus documentales televisivos sobre extracción ilegal de oro, tráfico de mujeres y narcotráfico, en sociedad con los altos rangos del estamento militar en las líneas fronterizas, ya habían causado alarma en los países vecinos. Las informaciones daban cuenta de acciones de la guerrilla colombiana y de bandas de garimpeiros que actuaban en sociedad con los nativos. También en la Guyana Esequiba que era una zona en reclamación desde 1860 se le hacía un seguimiento a estas actividades que políticamente le convenían al gobierno esequibo, pues esto les permitía ganar aliados en el futuro juicio sobre el territorio en disputa. Lo que más preocupaba a las autoridades era que el secreto ahora estaba en el tapete de la opinión pública, dentro y fuera del país. El sol, que se había tapado con un dedo a través de la propaganda desplegada por todos los medios oficiales, hasta más no poder, culpando al embargo norteamericano de la falta de agua, de los apagones a gran escala, de la inflación vertiginosa, la escases de gasolina, la caída de la producción petrolera y la quiebra de la producción agrícola, se destapaba con una simple nota en un periódico regional. Fue una casualidad el que Rafaela se encontrará con un viejo amigo de la universidad que sobrevivía imprimiendo un pasquín de ocho páginas. Ella le contó del porqué se encontraba en aquella región y él le propuso escribir una breve nota sobre lo descubierto para publicarlo en su pasquín. El texto abrió la primera página de "El Callao" y luego vino el rebote en emisoras de radio, redes sociales y se armó la de San Quintín.

-Quién se iba a imaginar que aquel sencillo texto iba a levantar tal humareda, y como el polvo nunca se asienta, al pasar los meses, Rafaela volvió sobre sus talones y se dedicó a rondar por la zona investigando todo lo relacionado con las minas de Coltrán que se habían descubierto en medio de los dos territorios.

Las mismas funcionaban de forma clandestina y mantenían a centenas de seres humanos de ambos países como mano de obra esclava. Esta denuncia le había valido varias amenazas de diversos sectores liderados por las dos mafias que competían a fuego y sangre por apoderarse del apreciado mineral: la china y la rusa.

Rosalba los llamó a la mesa, ya casi oscurecía y el sol de la tarde se colaba por los ventanales con una leve luz mortecina que acentuaba la sensación de abandono en el que se sumergía la ciudad junto al silencio y la soledad de las calles.

-A comer pues -invitó Rosalba y los tres se levantaron de sus asientos con la parsimonia que el cuerpo le concedía a los años.

-Eso huele a las mil maravillas -comentó Lozano mientras se dirigía a tomar su lugar en la mesa.

-Muy distinto al de la morgue en estos días de pandemia, imagino -dejó caer Marcos una perla sarcástica que fue celebrada por Guillén.

-Lo dirás en juego, pero cuando nos quedamos sin electricidad, el aire allá es irrespirable.

-No sé cómo a estas alturas puedes continuar haciendo ese trabajo. Tú que no tienes necesidad de eso. Ya es hora de que dejes a otros encargarse de esa carnicería -Guillén buscaba con esas palabras algo de apoyo para lo que deseaba confesar desde el tercer whisky. Esa idea que le rondaba, sin poder tomar una decisión, acerca de abandonar el servicio activo.

Disfrutaron la cena, las costillas de cerdo sincréticas habían resultado todo un manjar de reyes. Ambos invitados lo celebraron con un trago de "chinchón" que bebieron como digestivo. Atrás había quedado el célebre anís el Mono, el Frangélico, el Cointreau y hasta el célebre Ponche Crema de Eliodoro Gonzáles P. A Ambos mosqueteros les hubiera gustado continuar con la tenida porque Marcos les había mentido y en vez de dos botellas de whisky en realidad tenía cuatro disponibles, pero los invitados no bebieron a tragos largos como cuando se encontraban a sus anchas en las barras de los restaurantes que más le apetecían. Jamás una casa podría compararse con los tragos al interior de una tasca. Ese código, esa relación de hombre-barra, ese sentir la madera olorosa a tragos, curada como las viejas barricas, jamás podía sustituirse con una sala de apartamento, por más acogedora que fuesen sus anfitriones. De eso estaban bien claros los tres. Por ello decidieron partir una vez que se tomaron el whisky del estribo y Marcos les terminó de poner al tanto sobre las últimas actividades de su colega.

Guillén extrajo del bolsillo su libreta y comenzó a anotar nombres que a Marcos les parecían que eran de importancia para la investigación. El tiempo apremiaba y cuanto antes Guillen hiciera los contactos, más probabilidades había de conocer el paradero de la periodista, presuntamente "secuestrada" -se atrevió Marcos a adelantar- en vista de las investigaciones que estaba haciendo sobre las minas de Coltran.

-Por qué no usas la grabadora que te regaló tu mujer. Luces como un policía del siglo pasado -dijo Lozano al ver a su compadre extraer papel y lapicero para hacer notas.

-Prefiero hacerlo a la antigua, no confío para nada en esta tecnología moderna. Un virus y zas se acabó todo...Y no te metas con mi libreta de notas. Que mejor ejemplo que esta ciudad desierta por culpa de un virus sin antídoto que nos libere del pánico. Tú no aprendes Lozano, quédate con tus muertos y déjame a mí tranquilo con mis notas a la antigua.

Se despidieron con la promesa de volverse a ver antes de que finalizara la semana... Guillén ofrecía su casa y cómo Marcos no tenía salvoconducto, a pesar de ser periodista, para ir y regresar de un lugar al otro, estaría Lozano disponible que haría el papel de taxista.